El amor después del análisis. Dr. Luciano Lutereau.

Si hubiera una condición para la práctica del psicoanálisis, una que un practicante sería aconsejable que no olvide, es que no use el dispositivo para un beneficio personal. Suena fácil decirlo, parece incluso trivial, pero pongamos un ejemplo que muestre lo sutil en que el análisis puede sostenerse en un interés del analista.

Se trata de una colega que en su análisis revisó la implicación con el deseo típico de ser deseada, con una consecuencia fundamental para su posición como analista: acaso, ¿ser la analista de alguien no era un modo de ser indispensable para esa persona? A veces, hay quienes ni siquiera pueden tomar una decisión menor sin consultarla con su analista. ¡Qué satisfacción para esta mujer!

Afortunadamente, pudo deshacerse de esta hipoteca personal para encontrarse con lo que tarde o temprano se descubre en el dispositivo: que el analista no es un objeto valioso, sino más bien un desecho, pero ¿quién querría ser un saldo despreciable? Por eso durante algún tiempo se pensó que había que experimentar algún tipo de goce masoquista para dedicarse al psicoanálisis. Tantas horas sentado, el cuerpo que se entumece, escuchando la intimidad de quienes cuentan sus sufrimientos… Cuando incluso Lacan propuso que el analista era una especie de santo, no lo dijo tanto porque no estuviera afectado de ninguna satisfacción, sino porque justamente los santos son conocidos por sus vicios y su masoquismo.

Esto me recuerda la situación de otro colega, que en su análisis pudo ubicar cómo lo que lo había unido al psicoanálisis era el deseo de conocer lo oculto. La raíz infantil de este deseo en la curiosidad que lleva a ir detrás de las apariencias, le imprimía a su práctica el estilo de quien quiere ir más allá de lo que alguien puede estar dispuesto. ¿Puede olvidarse este factor: que un paciente puede decir que ya es suficiente?

El deseo que sostiene a un practicante de psicoanálisis no es un deseo puro. Por eso es inútil creer que los casos que menciono están vinculados con desventuras que serían evitables. Es a través de la impureza del deseo que el analista puede no quedar prendado solamente de su propio interés.

En la última referencia mencionada, ¿cómo no vivir como una decepción que un paciente quiera concluir su análisis “cuando hay tantas cosas para seguir viendo”? Recuerdo que una vez esta colega utilizó esta expresión, en la que era “evidente” la deriva del goce curioso hacia un deseo de ver.

¡Es que se trata de una decepción! Vano sería también proponer la imagen –que sería sólo una imagen– de un analista imperturbable. Por lo general, decir “adiós” suele ser algo triste. A veces eso me pasa como analista, cuando toca asumir que el amor concluye, que llega a su fin. No me refiero a que el amor que unía a un paciente con mi persona se haya terminado. Ser amado no es algo que me interese especialmente; incluso, tengo la idea de que la deriva del amor que más me interesa es el odio. Sin el pasaje por el odio de transferencia no creo que pueda practicar el psicoanálisis. Es una limitación personal, lo sé. A Freud le pasaba con el enamoramiento.

Lo importante, en todo caso, es que cada analista sepa qué pasiones motiva, mucho más por su propia posición que por un efecto espontáneo del dispositivo.

En la práctica del psicoanálisis nada es espontáneo, todos los efectos dependen de la persona del analista. Pareciera una sobredeterminación absoluta, sino fuera porque la única espontaneidad –incontrolable– es la presencia del analista. Al igual que Winnicott, creo que cuando un paciente logra recuperar la capacidad creativa de su espontaneidad, es decir, cuando puede actuar de una manera que no sea reactiva, el análisis concluyó.

Dije antes que no me refería al amor de una persona por el analista. No, más bien hablo –y escribo– de una variable que hace un tiempo vengo desarrollante: el amor del analista. Si hubiera un modo simple de explicar la noción de castración, diría que se trata de la pérdida del amor, de la experiencia de los límites del amor. O, mejor dicho, de que el límite del amor no sea un “amor limitado”, sino el borde que abre a una nueva experiencia amorosa.

No tengo dudas de que un analista es alguien que ama. Es más. La impureza de su deseo se acompaña de un amor que es el que sostiene el tratamiento. Como ya lo dije en más de una ocasión: como el analista ama, produce culpa –nada produce tanta culpa como ser amado–, entonces así es que el paciente le paga (con su síntoma, con dinero, con una deuda que será impagable y motor de un acto). El amor del analista es el motor del análisis, pero también –como todo amor– un día se encuentra con su castración. Y aquí viene lo importante: podría ocurrir que un analista, para no perder ese amor, obstaculice la conclusión del análisis. Porque dejar de amar produce culpa también. ¿No es lo que ocurre en ciertas parejas cuando, en el momento de separarse, se inventan todos los motivos para justificar la separación? Nunca hay motivos para separarse, la culpa inventa los motivos, porque dejar de amar es fuente de una culpa a veces insoportable.

Esta es la otra condición que quisiera mencionar, para concluir. Dejar de amar es una de las experiencias más dolorosas. Sin dejar de amar, no se deja partir. Por ejemplo, es preciso dejar de amar a un hijo como niño para dejarlo ir al mundo. Se lo seguirá amando, pero de otra manera. Lo mismo ocurre en la experiencia de pareja, a sabiendas de que para dejar de amar es preciso reconocer que nunca se dejará de amar. El amor es indestructible, por eso muchas parejas no pueden hacer otra cosa que transformar el amor en odio. Por eso muchos analistas no pueden dejar ir a sus pacientes sin algún acting desaforado.

No es fácil amar para toda la vida. No es fácil amar de manera diferente a lo largo de una vida. No es fácil amar, porque el amor concluye y, así y todo, seguimos amando. Creo que al analista le caben los versos de ese poema de Silvina Ocampo que promete: “no tener nunca miedo de perderte/ con variación y honda infidelidad,/ jamás llegar por nada a concederte/ la tediosa y vulgar fidelidad/ de los abandonados que prefieren/ morir por no sufrir, y que no mueren”.

Al releer los últimos párrafos, antes de poner el punto final, pienso que no deja de haber cierta melancolía en mi modo de expresar la idea. Creo que eso ya corre por mi cuenta, en la medida en que para mí el amor va de la mano con la tristeza. Nunca pude amar sin estar un poco triste, pero esa ya es otra historia. De todos modos, más allá de este matiz personal, espero que mi límite sea una invitación a que el lector piense el modo en que ama y, sobre todo, cómo se protege del final abierto del amor.

3 comentarios en “El amor después del análisis. Dr. Luciano Lutereau.”

  1. Es dificil dejarlos partir, cual madres o padres estamos siempre con los brazos abiertos al regreso aunque sea breve porque vuelven para nuevamente partir. Como no estar tristes por ese amor arrogado al, segun nosotros, peligros mundo …

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