El sufrimiento de los hijos

“…ni nada ni nadie puede impedir que sufran…” J.M.Serrat. Esos locos bajitos.

Ese borde invisible, ese puente transparente, esa cuerda imaginaria que entre padres e hijos existe se tensa y se hace notar de un modo particular, se hace carne y toma forma y cuerpo de un modo distinto, cada vez que se los ve sufrir.
¿Por qué el dolor de los hijos cala tan hondo en los papás? ¿Qué hace que la tranquilidad que a veces han conseguido tras lograr una crianza sana y consistente desaparezca como el viento cada vez que sus hijos sufren, y para precisarlo un poco más, cada vez que sufren por amor?
De la sana alimentación durante el embarazo a los controles médicos necesarios, de la lactancia y las vacunas a la enseñanza de los buenos modales y el cuento de las noches, se extiende una red que como un bálsamo actúa sobre esa enfermedad parental: la intranquilidad, esa que los ocupa desde el momento mismo del nacimiento de un hijo en tanto hay un pequeño indefenso de quién cuidar, un pequeño vulnerable que habrá de tomar forma en la medida de los cuidados que se le propicien.
¿Qué fantasía se constituye en algunos padres mientras van aprendiendo a cuidar de sus hijos? Muchas veces, una peligrosa: que podrán evitar que sufran.
En el último tiempo he conversado con muchos padres que traen a sus hijos a consulta preocupados por suponer que se sienten solos en la escuela, que en el recreo no tienen con quién jugar o que algún amigo los ha traicionado o los ha hecho sentir “afuera del grupo”. No estamos hablando de bullyng ni de ninguna cuestión ligada a un maltrato regular, tampoco estamos hablando de niños que tengan problemas para socializar y vincularse con otros; estamos hablando de eso que pasa cuando los niños se enfrentan por primera vez al desamor de alguien que no es un familiar. Allí donde sus padres han hecho lo que han podido para protegerlo del desamparo, de la sensación de abandono (y no me refiero a la ausencia de limites ni a la sobreprotección) aparece algo que no estaba calculado: alguien puede rechazarlos. Ellos pueden sufrir.
¿Cuál es la coordenada que suele aparecer en los padres en relación a esta cuestión? Una bastante habitual: la culpa.
¿Será que x no juega con mí hijo porque él es un mal amigo? ¿Será que x dejo sola a mí hija porque es inadecuada en tal o cual aspecto?
Esta es la generación de los padres culpogenos. La generación de los papas que tienen todo bajo control: el chupete que no hace mal al paladar, el gimnasio musical para que el bebé desarrolle su inteligencia y motricidad, la leche supervitaminosa para cada mes del crecimiento, la enseñanza de otros idiomas desde la primera infancia para favorecer el desarrollo cerebral y la conexión con el mundo , y así todo, un niño que puede todo. Un mercado que sabiendo leer la culpa de los padres encontró allí un nicho para proponerles un trueque sintomático: gastar a cambio de la garantía de poder evitar el sufrimiento de los hijos.
Hace algunos años, no tantos, 50 o 60, ocurría en nuestro país un fenómeno típico sobre todo en familias rurales o ligadas al campo. Cada pareja tenía 8, 10, 12, 15 hijos. Era un fenómeno corriente. Era habitual que los hijos desde pequeños comenzarán a ayudar en las tareas del trabajo de los adultos y no era raro, que dado el escaso avance de la medicina, alguno de todos esos hijos falleciera al nacer o en los primeros años de vida. Siempre me llamo la atención escuchar los relatos de algunas abuelas que contaban con una naturalidad asombrosa que tal hijo había fallecido al nacer o tal otro a los dos meses, por una gripe. Incluso aquellos relatos donde uno escuchaba que en esos largos viajes en barco que los inmigrantes hacían hacia nuestro país a veces fallecía un niño durante el extenso trayecto y su cuerpo era arrojado al mar.
Otras épocas tuvieron con la infancia una relación distinta, diferente. Se trataba de una época que sabía convivir mejor con la imposibilidad, con la frustración, con el dolor.
Creo que la sobreprotección emocional que sobre las infancias de hoy se ejerce está más cerca de ser algo malo que algo bueno.
De esas primeras relaciones fallidas, de esos primeros rechazos, de esas primeras lágrimas que un niño derrama por el desamor de un amiguito, o de la maestra, surge un aprendizaje inevitablemente necesario: el otro no es absoluto.
Una mamá me contaba en estos días como fue que su hija empezó a temer por las noches sin poder dormir, a causa de un cuento que en el jardín escuchó sobre los monstruos, ella me preguntaba cómo podía ser que un cuento le haga tan mal a un niño. La respuesta es clara: en ese cuento esa niña se encontró por primera vez con la realidad de que el otro puede ser malo, de que la burbuja de algodón que envolvía su infancia no es expansible de manera infinita y que del otro puede recibir también daño y traición. Eso es lo que este monstruo representaba para ella. Un modo de separarse de la madre o más bien un modo de distanciarse de ella a causa de una primera toma de conciencia respecto de algo central: los padres no pueden proteger de todo.
He aquí el mayor conflicto: la conciencia de los padres de no poder proteger a los hijos, la conciencia de los hijos de que sus padres no los pueden proteger de todo y la conciencia de los padres de que sus hijos ya saben esto. Aquí es cuando Papá Noel deja de existir, aunque sigan creyendo en él. Este es el punto central: la primera infancia se caracteriza por una ilusión que el niño comparte con sus padres y que toma cierta forma renegatoria entre ellos: el peligro no existe.
Poder pasar de esa ilusión a una crianza realista es el paso que padres e hijos tienen que poder hacer juntos para que a partir de allí un mundo sea posible, no uno sin riesgos, sino uno donde pese al dolor, el amor de los padres sea, todavía, un lugar de refugio al que volver, con los pantalones rotos y lágrimas en la mejillas. Eso somos los padres: portaaviones, un lugar inestable al que volver para cargar combustible y volver a la batalla.

Lic. Gerardo Quiess.

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