¿Hijos que duermen con sus padres o padres que duermen con sus hijos? Algunas consideraciones acerca del colecho.

En el último tiempo vengo pensando bajo qué condiciones el compartir la cama de la pareja con los hijos pudiera ser algo desaconsejable y en qué otros contextos, al contrario, funcionar como una indicación o algo que pudiera favorecer el desarrollo psíquico saludable del niño en cuestión.

En principio, asoma una clave: no hay una respuesta previa a la pregunta que la parentalidad efectúa sobre la sexuación de esos que ahora son padres, y en consecuencia, no podemos suponer por anticipado qué tipo de modalidad de crianza será más adecuada a ellos. Mucho menos, suponer que el dormir junto al niño o separados de él pudiera ser una cuestión distante o distinta de la modalidad de crianza que se lleva a cabo en cada caso. Siempre es un todo, que incluye entre otras cosas, una modalidad de descanso particular.

La puericultura o cultura del cuidado infantil ha sostenido durante mucho tiempo que el niño debiera dormir solo a partir del cuarto o sexto mes de vida para favorecer la construcción de su independencia. Esta es una cuestión interesante para pensar ya que es sabido que, como nos enseñó Winnicott, el niño necesita construir ese recurso psíquico interno que es necesario para poder “estar solo sin quebrantarse”. Se trata de un recurso necesario para la vida, para bancarse la vida. Esta “capacidad de estar a solas” que asoma sus primeros brotes en el poder dormir sin otros, será entonces la consecuencia de todo un proceso de constitución del Yo que se construiría desde la más tierna infancia en base a una amplia serie de mecanismos.

Sin embargo ¿Podríamos suponer que sólo por el hecho de dormir sin los padres un niño podrá desarrollar los recursos antes mencionados? La respuesta negativa obedece a una cuestión bastante clara, ya que es la totalidad del vínculo madre-bebé lo que facilitará u obstaculizará está cuestión. Aspectos tales como el contacto piel a piel, la contención y el sostén, la mirada y la voz y de un modo abstracto, la forma que el amor tome en ese vínculo, condicionará el advenimiento de un yo con pretensiones de independencia.

Como norma general, podríamos entonces pensar que en condiciones habituales y corrientes, el niño puede ser alojado en su propia cama y cuarto promediando la mitad del primer año de vida sin que ello suponga un conflicto, e incluso podríamos enumerar las problemáticas que podrían asociarse a la opción contraria.

En cierta ocasión, una mujer hablaba de la distancia afectiva que sentía con su pareja desde que su hija había nacido, ya que como la niña era muy miedosa el padre dormía con ella todas las noches, en los últimos cinco años.
En otras circunstancias el mecanismo es distinto y es el niño el que se traslada a la cama de los padres ocupando allí un lugar que con el tiempo se naturaliza como normal. Sea cual fuese el modo, hay un común denominador: la intimidad de la pareja se ve amenazada o al menos condicionada. ¿Podríamos pensar en la existencia de casos en los que es esta distancia de pareja justamente aquello que sostiene el colecho? ¿Podría existir la posibilidad de que el niño estuviese ahí, en medio de sus padres, ocupando el lugar de un excelente motivo para no tener que encontrarse? ¿De qué modo se ve afectada la dinámica de pareja con la llegada de los hijos? ¿Son los mismos cuerpos, las mismas ganas, las mismas fantasías? ¿Es igual el encuentro que supone la búsqueda de un hijo que aquel otro que la evita?

En líneas generales, lo anterior solo describe particularidades que no amenazan de modo profundo la dinámica en cuestión, que va tomando la modalidad que es posible en cada etapa. Sin embargo, no es imposible que algo de eso pudiera complicarse y termine siendo ese niño, en medio de los dos, quien este pagando el precio camuflado del desencuentro.

En otras circunstancias, es habitual encontrar ese temor que en algunas madres supone que al bebé pudiera pasarle algo fatal sino duermen con él. Se vuelve necesario escuchar sus latidos, sentir su pulso y su respiración, constatar, con temor, que sigue vivo durante la noche.
En los casos a los que me refiero, suele ser útil analizar de qué modo se juega en esa madre la culpa de seguir siendo mujer después de haberse maternizado, es decir, hasta donde la imposición de ser “toda madre” transforma los espacios de disfrute femenino (deporte, trabajo, amigos, pareja) en una serie de elementos que pudiese amenazar la maternidad, es decir, casos en los que las madres sienten que si faltan de casa o se dedican a si mismas son “menos madres”, como si hacer cosas por uno mismo no terminara siendo, por sus efectos, una forma de hacer algo por el otro también. Quiero decir que una madre contenta y conectada con actividades y proyectos por fuera de su hijo y su familia suele, en general, ser una madre más alegre durante la crianza.
Volviendo entonces a esos casos en los que aparece el temor de que al hijo le pase algo malo si duerme solo, no sería sorprendente que a nivel inconsciente pudiera encontrarse la fantasía de ya no estar con él, y por supuesto, ante una fantasía tal la culpa puede transformar a esa madre en un monitor constante de los signos vitales de su niño. Me refiero a situaciones en las que esta cuestión genera ansiedad, miedo y angustia en la mamá y no a otras circunstancias en las que los padres eligen dormir con el niño porque les resulta más cómodo en determinado aspecto.
Que importante es allí, contar con un hombre que ocupando el lugar de padre pueda correr a esa mamá de la maternidad totalizante y habilitarle un deseo más allá de su hijo.

En otros casos, que suelen ser los más corrientes cuando el colecho se presenta, es habitual que el niño duerma con sus padres de manera total o alternada hasta que llegados los dos o tres años de vida pasa a su cuarto sin inconveniente alguno, ni para él ni para ellos.

Todas estas circunstancias muestran con claridad que el asunto no es “colecho si” o “colecho no” ya que ambas circunstancias son potencialmente dañinas en sentido estricto, en la medida en que su condición no depende de lo que constituyen en sí mismas sino de aquello a cuyo servicio se encuentran: el deseo de los padres. Incluso existen situaciones en las que, ante la presencia de padres muy preocupados por una crianza muy meticulosa y reglada, pudiera sugerirse el colecho, no por lo que ello mismo reviste en sí, sino como una forma de relajar la crianza y habilitar el surgimiento de cierta espontaneidad.
En otros casos muy puntuales, como la elaboración de ciertos duelos o el atravesamiento de eventos traumáticos, dormir con el niño durante un tiempo puede ser lo mejor para que recupere la confianza en el mundo y pueda con el tiempo volver a su lugar sin miedo.

Quedan por fuera otras situaciones, que son la mayoría, que siempre son comprensibles en el caso por caso. La idea de reunir aquí ciertas manifestaciones comunes obedece a la intención de mostrar que todo aquello que compone la crianza de un niño, lejos de ser algo a priori clasificable como positivo o negativo, cobra sentido cuando se lo lee en clave histórica.

Entonces, cuando de colecho se trata, me animo a pensar que las cosas van bien cuando es el niño el que duerme con sus padres y no tanto, cuando son ellos los que necesitan dormir con él.

                                                                            Lic. Gerardo Quiess.

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