Cuando el analista se enoja. L. Lutereau

¿Quién no tuvo un analista que se enojó alguna vez? ¿Quién no se enojó alguna vez con un paciente, sea que lo haya comunicado o no? Es cierto que para el sentido común este sería un afecto reprobable, pero al menos desde el punto de vista cotidiano puede admitirse que el analista no es menos imperfecto que su paciente y, si ocurriera esta situación, disculparía su humanidad; mientras que para la mirada del manual de psicoanálisis se trataría de la peor de las circunstancias, la que denunciaría que cometió una falta gravísima, que no supo estar a la altura de la abstinencia, ese precepto técnico que tanto se menciona, pero que tan poco se entiende.

En última instancia, los manuales
y los preceptos técnicos no son más que formas restrictivas de la moral.

Que el analista se enoje es algo que ocurre, en todo caso importa pensar cuál es el sentido de este afecto. Porque no tiene que tratarse de un enojo efectivo, ya que son muchas veces los pacientes quienes lo suponen en la fantasía.

Por ejemplo, una mujer avisa que no va a llegar a su sesión y, en el mensaje escrito, dice: “Me vas a matar, te pido mil disculpas…”; ahora bien, ¿cuál es el motivo de este pedido de perdón? En otro caso, un muchacho se queda pensando que su analista se enojó cuando olvidó el pago de la sesión y que ese fue el motivo de que no le ofreciera otra sesión para la misma semana.

Dicho de otra manera, los pacientes cuentan con que sus analistas, de vez en cuando, se enojen; en efecto, muchas veces ocurre que uno de los motivos por los que consultan sea el temor a que el otro se enoje. Este temor fantaseado se entrelaza con las más diversas coordenadas sintomáticas: guardar silencio, dificultad para hablar sin dar muchas vueltas y rodeos, hablar recién cuando no queda otra, pero explosivamente, es decir, cuando el otro no puede escuchar nada y quien habla tampoco puede responder por sus palabras porque es capaz de decir cualquier cosa, en fin, cuando queda claro que la fantasía de que el otro se enoje no es más que la proyección de la propia hostilidad, no asumida, asociada al temor de que dirigir hacia el otro una pasión agresiva no haría otra cosa que interrumpir la relación.

Esta fantasía se traduce en otras: el temor a que el otro se vaya y abandone si uno no es completamente bueno y amable; el miedo a que la agresividad sólo pueda ser destructiva y,  por lo tanto, produzca una daño irreparable y no enriquezca el vínculo.

Estas son sólo algunas fantasías, que no desarrollaré junto a las demás, porque no es lo que me interesa destacar en este artículo.

En este punto sí quisiera destacar lo que ocurre cuando un analista se enoja. Pienso, por ejemplo, en un caso de supervisión: una mujer le avisa a su analista que no podrá pagar la sesión completa, porque se quedó sin dinero, mientras que éste advierte que ella tiene una bolsa de una tienda de ropa; entonces, le dice: “Se ve que para otras cosas sí tiene plata”. Si bien se trata de un chiste, lo cierto es que la paciente se siente ofendida por esta intervención y, más allá de si tiene razón o no, lo significativo es que con ese chiste el analista no dejó de transmitir su molestia.

Ahora bien, a partir de conversar sobre el caso, notamos que esa incomodidad que lo molestaba se basaba en la sensación de que, en definitiva, si ella había comprado algo antes de la sesión y luego no  tenía el dinero, era él quien había pagado por ella, como si él hubiera sido quien le compró la ropa. Pudimos pensar en este momento: ¿por qué ella quiso hacerlo pagar? O, dicho de otro modo, ¿es objetable que ella quisiera que él le diese algo? O, en último término, ¿es ilegítimo que un paciente, eventualmente, prefiera usar su dinero para otra cosa que para el análisis? Por esta vía fue que pudimos conversar acerca del modo en que se pautaban las sesiones en ese análisis, para descubrir que quizá la sesión semanal establecida de antemano era un requisito burocrático que no se correspondía con las particularidades del caso, un recurso administrativo que tranquilizaba más al analista que a la paciente, que respondió de la manera más saludable en que alguien puede hacerlo a veces: con un síntoma dirigido al analista. De este modo, esa actitud con que el analista se enojaba y que le sirvió para pensar que ese tratamiento no iba del todo bien, que se encontraba ante una paciente poco comprometida, demostraba todo lo contrario: era con ese guiño que empezaba el análisis propiamente dicho.

De acuerdo con lo anterior, entonces, se desprende una conclusión: el enojo del analista no es una desventura, una desgracia que habría que evitar, sino que es una de las maneras más propicias en que se pone de manifiesto el síntoma de un paciente, una de las formas más prístinas en que el síntoma se encabalga en la relación con el analista y, por cierto, sin este pasaje, un análisis es sólo hablar de tal o cual cosa, pero no una experiencia que tenga consecuencias duraderas para la vida.

Esta coordenada tiene una motivación específica: el enojo no es una pasión simple, sino profundamente vincular, en particular, con aquello del otro que nos resulta ofensivo, que nos degrada, que nos deja pasivos. Porque lo que enoja tiene como base la satisfacción del otro.

Si algo enoja en el otro, es la suposición de que la pasa bárbaro con nuestro padecer. Esta estructura mínima es la que se verifica en el racismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia, como la que se resume en aquella frase que dice que otros vienen a sacarnos el trabajo… lo que no hace más que mostrar que otros hacen el trabajo que nosotros no estamos dispuestos a hacer. Esta observación es crucial, entonces, porque indica que el enojo es la renuncia a un acto. Nos enojamos para no hacer algo. Todo enojo es por omisión.

Por lo tanto, antes que reprochar el enojo, se trata de darle una utilidad, el enojo es una pasión muy precisa (y preciosa). El uso del enojo sirve para que un analista pueda maniobrar mejor con el síntoma de su paciente, siempre que no lo actúe. Actuar el enojo no haría más que ofrecer una satisfacción sustitutiva y, a veces, ofrecer una excusa para la interrupción del tratamiento. Un analista no sólo debe aprender a ser destinatario de las pasiones más bajas de sus pacientes (en la medida en que puede encarnar ese objeto primario que, muchas veces, fue frustrante, al que se temió, se odió, etc.), sino que también debe reconocerlas en él y, eventualmente, destinarles un uso propicio para el análisis.

Dr. Luciano Lutereau.

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